Me tomé el atrevimiento de corregir símbolos y errores ortográficos en toda la serie, si ven alguno que se me haya escapado avisadme.
✍MOLDEANDO A SILVIA
El móvil sonó en mal momento; Silvia estaba desnuda, levantándose de la cama, cuando el teléfono empezó a chicharrear dentro del bolso. El profesor Castell, todavía acostado y medio adormecido por el placer, miró con interés a la chica. Tenía los pechos discretamente grandes, erguidos; dentro de unas horas probablemente ni él mismo podría creerse que se había acostado con esa maravilla de hembra.
Silvia corrió, rebuscó entre sus ropas, abandonadas en el más completo desorden, y extrajo de un bolso minúsculo el maldito aparato. Tenía idea de quién debía ser; hacía unos días su padre había sufrido un infarto y de cuando en cuando la llamaba su hermana Alicia para informarla. A pesar de la gravedad se había quedado en Barcelona. El problema la cogió en mala época, tenía que exponer ante el tribunal su proyecto de fin de carrera y tenía que exponerse ella misma ante su presidente, un tal profesor Castell. Estaba segura desde hacía rato de que obtendría una calificación magnífica, completamente acorde con la brillantez de su expediente académico.
Contestó al teléfono un poco tensa, como si temiera que quien la llamaba pudiera adivinar lo embarazoso de su situación. No se trataba de Alicia, era su propio padre desde el pueblo y ella sabía lo que eso significaba. "Publicidad Setien" era una empresa familiar y el viejo había venido dirigiéndola desde que la fundó; ahora era ella la que debía ponerse al frente. Naturalmente dijo que sí, que saldría enseguida y se despidió con unas cuantas evasivas.
En Barcelona estaba todo ultimado. El profesor Castell era asunto resuelto, el proyecto estaba acabado y se había asegurado de su éxito, ya nada la retenía allí. Lo demás eran fruslerías de las que se resuelven a golpes de cuenta bancaria. Ni siquiera se había planteado lo que costaba el apartamento que tenía en Madrid, en pleno Paseo de la Castellana, pero lo tenía de su propiedad, vacío para cuando apeteciera habitarlo. A veces se daba cuenta de que la gente normal no vivía así, de que era una niña de papá, entonces lo llamaba por teléfono, le lloraba un poco y le sacaba un par de millones. Había cosas que era mejor tener claras.
A pesar de que le hubiera gustado ir directamente a Madrid tuvo que hacer escala en Villamalea; detestaba conducir en viajes largos pero la visita a la casa familiar era obligada. En aquel villorrio, casi entero propiedad de los Setien, ella se sentía como una reina sin corte; los lugareños se quedaban mirando su flamante BMW con una mezcla de asombro y envidia. Era un mundo que se le había quedado pequeño, pero no había nada que pudiera hacer, su padre se disponía a recluirse en él, huyendo de las tensiones de la vida empresarial y era allí donde tenía que recibir la inevitable colección de consejos. Las cosas estaban así.
En realidad, quizás lo que le fastidiara fuera que aquel era el territorio de Alicia; ella hacía y deshacía en el caserón familiar y tomaba las decisiones respecto a las tierras. No le molestaba que fuera así, carecía de aficiones agropecuarias, lo que la sacaba de quicio era que la mirara por encima del hombro y le criticara su desapego. ¿Qué iba a hacerle si ella era una mujer de mundo, si se ahogaba en el pueblo? Que disfrutara cuánto le apeteciera de su reino feudal, pero que la dejara vivir su vida.
Aguantar a su padre tampoco se le hacía demasiado agradable y menos ahora que pretendía adoctrinarla en la dirección de la Agencia. Para todo el mundo Don Enrique Setien era un gran hombre y un empresario modelo, pero ella conocía demasiado de cerca al ídolo como para compartir esa opinión. Él ni siquiera era un verdadero empresario, no era más que un fotógrafo aceptable que había tenido la suerte de que no lo contrataran en el periódico en el que pidió trabajo, si lo hubieran hecho ahora no sería más que un mísero reportero envejecido en la bohemia... Pero bueno, al menos había trabajado duro, eso había que reconocerlo.
Resistió tres días de sabias directrices e informes detallados, dándose perfecta cuenta de que su padre no quería dejar la empresa y de que era su corazón el que lo había obligado a apartarse. Afortunadamente, en eso Alicia era una aliada, estaba contentísima de haber recuperado al viejo para su mausoleo particular. Hizo como la que escuchaba, pero sin prestar demasiada atención; su padre no podía comprender que no le estaba diciendo nada, que no se haría una idea del estado de la Agencia hasta que tuviera delante todas las cifras. Así en general ella ya sabía que si algo sobraba en la empresa era talento y camaradería... ya haría cuanto pudiera porque se moderaran tales excesos. En lo único que necesitaba ayuda él no podía aconsejarla y es que había un socio minoritario, un tal Jorge Cifuentes con el que no sabía qué hacer. Sólo era propietario de un veinte por ciento del negocio, pero lo había levantado junto al viejo y era muy respetado por la plantilla ¿Habría manera de que aceptara las reformas que tenía en mente? Eso tendría que verlo sobre la marcha, pero se temía que no iba a ser fácil. Una cosa estaba clara: dirigir la empresa era una oportunidad excepcionalmente buena para ella.
Una mañana cualquiera se montó en el coche y se largó para Madrid. Nadie hizo nada por retenerla, su mundo y el de Alicia eran demasiado incompatibles, y su padre comprendía que para bien o para mal era necesario que alguien cogiera las riendas. No hubo grandes despedidas ni se derramó ninguna lágrima, sólo arrancó el coche y se fue; en realidad todos tenían ganas de que acabara la comedia.
Instalarse en Madrid fue cosa sencilla, había vivido allí largas temporadas y a la casa no le faltaba un detalle. Tenía bastantes amigos, sobre todo en el club de hípica, unas pocas horas le bastaron para sentirse en casa.
✍LA NUEVA DIRECTORA
Aunque había varias delegaciones en otras ciudades, la sede central de "Publicidad Setien" se hallaba enclavada en un polígono industrial de las afueras de Madrid. La finca era bastante amplia, había un pequeño aparcamiento para los altos cargos, y dos edificios; el primero de ellos de tres plantas albergaba oficinas, laboratorios y estudios fotográficos, el segundo no era más que una nave que usaban como almacén y en la que a veces se construían los decorados. Aquel, en definitiva era un lugar en el que se trabajaba duro, en el que la gente estaba acostumbrada a trabajar duro y a divertirse con la misma intensidad con la que trabajaban; nadie estaba contento del cambio que iba a producirse en la dirección, y menos que nadie Jorge Cifuentes.
Jorge sabía que había cosas de las que tenía que despedirse para siempre. Aunque la "niña" llegara bien aleccionada y con ideas continuistas (que no iba a ser así), la relación de amistad y confianza que había mantenido con don Enrique era irrepetible. Ahora había una intrusa al mando del negocio, una jovencita cursi en una plantilla casi enteramente compuesta por hombres; ni siquiera las bromas volverían nunca a ser las mismas.
Intentaba resignarse pensando al fin y al cabo era la hija de un amigo. Debía intentar soportarla, al menos mientras las reformas que impulsara no fueran demasiado alocadas; tenían el objetivo común de ganar dinero y eso debía facilitar las cosas. Pero daba igual, se le revolvían las tripas de imaginar a esa niñata ocupando la dirección. Aunque minoritario, él también era un socio capitalista, el puesto debía haber sido suyo.
Hacía un rato la había visto pasar contoneándose, con el culo enfundado en una discreta minifalda; ligeramente provocativa, pero cumpliendo las normas de la seriedad. La conocía desde que era una adolescente y venía a ver a su padre a la salida del Instituto, ya entonces le caía mal. Repentinamente, sonó el zumbador en su mesa, por primera vez era llamado al despacho de la nueva directora. Se levantó de mala gana, recorrió los escasos metros que lo separaban de la habitación y entró sin llamar.
La chica, cuyas gráciles piernas asomaban bajo la mesa, desentonaba en el serio ambiente del despacho como desentonan las flores en los cementerios; pero aquella era una flor atípica, quizás sólo un cúmulo de espinas cuidadosamente recubiertas de unos hermosos ojos negros.
—Siéntese —dijo Silvia, con tono almibarado—. Usted ha sido el hombre de confianza de mi padre y por eso le he llamado en primer lugar.
Jorge aceptó la invitación con algún recelo y se dejó caer en una de las dos sillas de piel que había frente a la mesa de escritorio. Miles de veces se habría sentado en ese mismo lugar, a despachar asuntos con el viejo, pero ahora las cosas serían radicalmente distintas. La muchacha guardó un breve silencio y enseguida entró en materia.
—Bien, me gustaría que tuviéramos un buen clima de trabajo, y que me concediera el mismo apoyo y dedicación que concedió a mi padre. Como comprenderá, muchas cosas hay que deben ser cambiadas y querría gozar de su colaboración. Mi padre, a pesar de su experiencia, no es más que un anciano y ha estado posponiendo aspectos relativos a la modernización de la empresa. No debemos olvidar que esto antes que nada es un negocio, no un centro de divulgación artística; si perdemos dinero lo perdemos todos.
—Naturalmente podrá contar conmigo para lo que desee —dijo Jorge con suavidad. Coincido en que hay mucho que modernizar, el avance en tecnologías de la imagen es tan rápido que en pocos meses se quedan anticuados los equipos...
—Lamento comunicarle que mi proyecto es bastante más vasto que una mera renovación del material —interrumpió ella—; en realidad el desfase del equipo no es sino la primera consecuencia de una mala gestión. Si busco su comprensión es porque hay varios empleados a los que no se renovará contrato, y me gustaría no los apoyara... sería de mal efecto.
Jorge asintió con una inclinación de cabeza. Sabía que a eso acabaría por llegarse. A la dichosa niña le importaban un bledo el arte y los artistas, venía con su título crujiente y sus criterios mercantilistas, dispuesta a arreglarlo todo a golpes de talonario. No había crecido allí, no tenía las manos manchadas de revelador, no sabía el trabajo que cuesta hacer un buen reportaje, ni los riesgos que a veces se corre para hacerlo; la dichosa niña sólo sabía que quería hacer dinero lo más pronto posible.
—Usted es la dueña —dijo Jorge, encogiéndose de hombros con estoicismo—. Permítame nada más comentarle que hay aspectos como la lealtad a la empresa que deberían ser valorados a la hora de seleccionar al personal. Además, no siempre conviene echar a un trabajador poco productivo, si es joven y con talento puede ser una buena inversión.
—Talento, talento —interrumpió Silvia, sonriendo con superioridad— ¿Podría alguien indicarme qué es eso, o en qué unidad se mide? Con esa sola palabra acaba de resumir el peor de nuestros males; nosotros necesitamos realidades, trabajo serio, nuestros clientes no se conforman con cosas tan vagas como el talento.
En un principio, Jorge hizo intención de responder, pero enseguida desistió. La cara de la muchacha exhibía una mueca irónica, sería una estupidez intentar que se enterara de algo. Sus ideas parecían tan claras y definitivas que rebatirlas desembocaría en un enfrentamiento inútil.
—Esa es la lista de los empleados a los que no tengo intención de conservar en plantilla —prosiguió ella—. Como verá, elimino personal técnico, reporteros y a la maquilladora, y me propongo contratar comerciales y a un par de especialistas en diseño gráfico informatizado.
Jorge echó un vistazo al papel, y en sólo unos segundos dejó de leer. Era gente que llevaba muchos años trabajando allí, en algunos casos amigos suyos. Sintió la tentación de romper una lanza por ellos, pero se abstuvo. Aquello era peor de lo que había imaginado.
—¿Y en cuanto a mí? ¿Qué hay de mí? —preguntó, sin poder evitar cierta ironía— ¿En qué lugar encajo yo en el nuevo organigrama?
Ella pareció titubear, por no esperar una pregunta tan directa. En un momento se rehízo.
—Usted... Usted representa lo mejor de lo antiguo, usted es un excelente productor y dará a la plantilla sensación de continuidad. No obstante, temo que habremos de liberarle de algunas de las responsabilidades que ha venido teniendo: nombraremos a un codirector comercial, para que pueda dedicarse de lleno a sus otras ocupaciones. Espero que no se sienta menospreciado.
—Como desee, nadie protestó jamás por trabajar menos —respondió con fingida indiferencia.
Un silencio tenso cayó entre ellos. A Silvia le hubiera gustado poder tratar mejor al hombre de confianza de su padre, pero quería sacar la empresa a flote, y ello era imposible si no rompía con las antiguas maneras de hacer las cosas. Era consciente de que estaba librando una batalla decisiva, Jorge era un valiosísimo director de proyectos, si lograba ilusionarlo con su reforma la habría encaminado hacia el éxito; no obstante, se daba cuenta de que era difícil que le ilusionara verse relegado a un plano secundario, a la vez que separarse unos cuantos amigos. Quizás si consiguiera implicarlo en algo importante...
—Cambiando de tema, he estado hablando con el representante de Ron Maracagua y no están contentos con nuestra propuesta de campaña. ¿Estamos haciendo algo a ese respecto?
A Jorge le costó poco esfuerzo centrarse en la pregunta, hablar de despidos se le había hecho desagradable.
—Estamos explorando una nueva línea, con nuevos slogans, y distintos diseños y fotografías, pero no creo que hayamos concluido antes de un mes. Probablemente, nos interesaría mucho tener un reportaje del que he oído hablar, hecho en las playas de Cuba. El autor es un conocido mío, Alberto Sagasta, un fotógrafo genial que trabaja para una agencia de noticias.
—Deme su teléfono —dijo Silvia con aspecto ilusionado—. Intentaré comprar las fotos y hasta al autor si no se vende muy caro. Necesitamos un fotógrafo de confianza que ayude a cubrir el hueco de mi padre.
A partir de ahí la conversación desembocó en un largo monólogo de Silvia que Jorge se tomó como una mera declaración de intenciones, y sólo escuchó en momentos sueltos. Daba igual lo que dijera; aquella chica, acostumbrada a triunfar con facilidad en todo, iba a destruir el trabajo de su vida. Él había contribuido a crear todo aquello. Junto al viejo había sacado de la nada a "Publicidad Setien", había reunido a ese equipo que ahora ella iba a desmembrar de un plumazo. La muy imbécil no sabía lo difícil que es conjuntar a diseñadores, cámaras, guionistas, en una tarea común; cuando la gente colabora y ese equilibrio se logra es un delito perderlo, echarlo a rodar por unas pocas monedas.
Jorge esperó pacientemente a que acabara el discurso y volvió a su mesa de trabajo, al consabido y minúsculo cuartucho al que pomposamente llamaba "oficina". Estaba indignado, triste, y casi se arrepentía de haberse dedicado con tanto ahínco a levantar aquello. Por primera vez en su vida deseó destruirlo todo él mismo, quizás no únicamente por venganza, más bien por darle a muchos sueños una muerte digna. Dejó transcurrir unos minutos hasta que vio a Carmen, la maquilladora, entrar en el despacho. Primera cabeza para Madame Guillotina, pensó, primera víctima de la flamante directora. Entonces, miró a su alrededor para asegurarse de que estaba solo, y marcó un número de teléfono.
—¿Alberto?
—Sí, soy yo —sonó el auricular.
—Mira, soy Jorge. Te llamo porque le he contado a Silvia, la hija de Don Enrique, el magnífico reportaje que hiciste en Cuba. Quiere comprártelo y de paso intentará ficharte, te lo aviso para que estés prevenido y saques lo más que puedas.
La línea permaneció un momento en silencio y al final se dejó oír la voz de Alberto.
—¿Tú vendiendo a Publicidad Setien? No puedo creerlo. ¿Tan mal te cae la niña?
—Como un tiro en las tripas. Va a despedir hasta a la limpiadora.
—¿Y es guapa Doña Silvia?
—Una preciosidad cargada de mala leche. Morenaza, ojos negros, veintidós años, tetas grandes y un cuerpo de película. Mejor no sigo, no sea que me oiga.
Alberto volvió a callarse, como si reflexionara, y sólo unos momentos después el auricular volvió a llenarse con el sonido de su voz.
—Bien, veré qué puedo hacer. Si nos quiere al reportaje y a mí, seguramente nos tendrá; la gente así lo consigue todo siempre.
—Desde luego que no hay quien te entienda —dijo Jorge, enfadado.
—No te preocupes —respondió Alberto con jovialidad—, ya entenderás. Veré el modo de que saquemos tajada. Recuérdame que te debo una.
Jorge colgó el teléfono bruscamente. Aún conservaba fresca en la memoria la época en que Alberto y él andaban metidos en todos los fregados; India, Afganistán, Bangladesh, eran sólo una parte de su sombrío recorrido como reporteros de guerra. Mientras él se la jugaba, su amigo siempre había sido un francotirador, y había tenido la virtud de exasperarlo. Por suerte, y a pesar de su cinismo, era de la clase de gente en que se podía confiar, acostumbraba a dar lo mejor en los peores momentos. ¿Seguiría conservando ese fondo de lealtad después de los diez años que llevaba casi sin verlo? Nada más el teléfono y alguna ocasional reunión de trabajo los habían mantenido en contacto.
La cara llorosa de Carmen, recién salida del despacho de la bruja, lo sacó de su ensimismamiento. Entró a través de la puerta abierta y se acercó a él para murmurarle:
—¿Sabes lo que te digo? Por mucho que te gusten sus tetas, la niña esa es una hija de puta.
No le respondió. Carmen era muy amiga suya pero no estaba en ese momento para escuchar nada, ni siquiera que estaba absolutamente de acuerdo con ella. Se alejó enseguida. No debía gustarle que la viera nadie en ese estado. ¿Qué importaba? Nada podía hacer. Ningún despido había lamentado tanto como el suyo, entre otras cosas porque le infundía ánimos a todo el equipo, y porque ella había sido la única, ¡la única! que se había dado cuenta de su pequeño secreto. Se había dado cuenta y lo había conservado con tanta discreción y cariño que no se había sentido molesto. Carmen poseía un grado de conocimiento humano, de comprensión que él apreciaba enormemente.
✍ASUMIENDO FUNCIONES
A Silvia le hubiera gustado tener tiempo para pensar en el asunto del Ron Maracagua, y en las fotografías que debía conseguir, pero tuvo que posponerlo. Corría más prisa hacerse un sitio en todo aquel enredo, dejar claro que ahora había una mano firme que tiraba de los hilos, y que la época de su padre había terminado para siempre.
Carmen apareció en la puerta. Era una mujer regordeta, no del todo mal parecida. Traía la cara demudada y paradójicamente, se le había corrido el rimmel. Silvia sabía que era divorciada y madre de dos hijos mayores, pero aquello no era asunto suyo, por su estado supo que todo el mundo se imaginaba para qué los llamaba.
—Siéntese —dijo con tono cordial; Carmen avanzó medio mareada y se sentó. Debía haber estado llorando—. La he llamado para informarle de que no vamos a poder renovar su contrato cuando venza. Siento que las cosas sean así, pero no vamos a necesitar una maquilladora en lo sucesivo.
Carmen se derrumbó, y los ojos enrojecidos se le llenaron de lágrimas.
—Por favor —dijo entre sollozos—, he dedicado quince años de mi vida a esta empresa, en ellos no he faltado un sólo día, ni me he puesto enferma, y he echado más horas extras de las que nadie podría pagarme. Su padre lo sabe. Tengo a mis dos hijos estudiando, no puede hacerme esto.
—Le repito que lo siento —respondió Silvia—. Estamos muy agradecidos por sus servicios que han sido excelentes, de hecho Publicidad Setien dará de usted las mejores referencias, pero por desgracia no necesitaremos maquilladora.
Carmen volvió a abandonarse en el llanto. Durante un momento Silvia la miró sin saber qué hacer, casi extrañada de que una mujer que ya pasaba de largo los cuarenta años, no hubiera aprendido a contenerse. Al final fue hacia la cafetera y le preparó una tila, había hecho acopio de esa infusión antes de llegar, viéndose venir que podía hacerle falta. Carmen pegó un par de sorbos mientras Silvia le pedía que se tranquilizara, le insistía en que ya vería como todo se arreglaba.
Escenas más o menos parecidas se repitieron durante el resto de la mañana sin que la Señorita Setien se ablandara un ápice. El pasillo fue un continuo desfile de rostros grises que pasaban con la mirada vacía. Después de todo, se decía, aún debían estarle agradecidos: los avisaba con tiempo, aún a sabiendas de que podían descuidarse en sus funciones. No disfrutó despidiendo gente, pero tampoco la apenó hacerlo; no fue más que un trabajo molesto, de esos que le contrariaba hacer por el excesivo contacto que exigía con sensibilidades ajenas.
Al fin se quedó sola a eso de las dos de la tarde. Se respaldó en su sillón y respiró tranquila, ya no le quedaban más malas noticias que dar. Había llegado el momento de empezar a informarse sobre Alberto Sagasta.
✍EL PECADO ORIGINAL
Se subió en el Ave de las ocho de la mañana, se había dado permiso a sí misma para ausentarse del trabajo, después de todo iba a Sevilla en comisión de servicio. El Señor Sagasta había resultado ser un chico malo de alrededor de cincuenta años. Era uno de los mejores fotógrafos de España, pero increíblemente no había querido aceptar ningún puesto estable con ninguna de las firmas que se lo habían ofrecido. Desde el primer momento le intrigó la personalidad de Alberto ¿Sería posible que alguien prefiriera trabajar como reportero, andar dando tumbos por el mundo que vincularse a una empresa como Publicidad Setien? Pues lo era, no había quien le echara el lazo.
Y el caso era que ella quería a toda costa el reportaje. Tenía que apuntarse ese tanto para ser respetada como directora. Nada más que llevaba unos días y era consciente de estar en libertad vigilada. Su padre era el mayor de los problemas: Seguía siendo el propietario y a poco que no confiara en ella se la llevaría al hogar familiar de una oreja. Dichoso viejo, si le había fallado el corazón había sido por el derroche de energía con que se lanzaba a todo siempre. Si no fuera por eso, aún estaría manejando la empresa a su capricho. Desgraciadamente, no terminaban ahí sus inquietudes: además estaba don Jorge, él era el confidente del viejo en la cúpula, también de él debía cuidarse.
El tren abandonó la estación y empezó a ganar velocidad. El cañonazo de luz diurna a través de las ventanillas hizo que Silvia volviera a la línea original de sus pensamientos. Menudo elemento tenía que ser el Señor Sagasta. En la conversación telefónica que habían mantenido se había negado en redondo a venderle las fotos. Había llegado a ofrecerle un millón de pesetas y él había seguido negándose; si había algo que lograra confundirla, era que alguien pudiera rechazar semejante cantidad de dinero por algo tan nimio. Don Alberto había estado algo huraño e incluso un poco violento, había llegado a preguntarle si su padre aprobaría que gastara ese dinero en comprar unas fotografías que ni siquiera había visto. No, no lo aprobaría naturalmente.
Ella había acusado el golpe, se había sentido herida, pero seguía queriendo el reportaje y se tragó el orgullo. Le propuso que viniera a Madrid a enseñarle su obra, por supuesto con los gastos pagados; su negativa había sido rotunda: "¿Bromea Doña Silvia? ¿Quiere que me desplace a Madrid a enseñarle algo que no le venderé? Si le sobra el tiempo venga usted a Sevilla." Esa había sido su respuesta y era por eso que ella, aceptando una humillación de la que no se creía capaz, se había puesto en camino. Qué insoportables le resultaban esos artistas a los que se le subían los humos.
En realidad había sido todo una cuestión de mala suerte, un cruce de casualidades transitorias. Ella no era una creadora y sabía que no iba a ser capaz de emular los éxitos de su padre, si tenía alguna posibilidad de sostenerse era actuando como lo que era: una economista brillante, y aplicando los criterios que conocía. Pero claro... la tensión se palpaba. Tantos despidos juntos habían hecho que todo el mundo la odiara, que necesitara con urgencia un éxito que exhibir. Si no fuera por eso habría dejado que el dichoso Sagasta se cociera en su soberbia y en sus ínfulas de divo.
El viaje se le pasó en un suspiro, entre la rapidez del Ave y lo enfurruñada que iba estuvo en la estación de Santa Justa antes de darse cuenta. Aquello no era una excursión de placer y tampoco planeaba hacer noche; nada más quería resolver el asunto e irse, por lo que tomó un taxi directamente a casa de Don Alberto.
Se puso un poco nerviosa al llamar al portero automático de su piso, pero respiró hondo, y se recordó a sí misma que no era más que un encuentro de negocios, al fin y al cabo aquello para lo que se había preparado. Tardaba en cogerlo. ¿Sería posible que la hubiera dejado plantada? Era cierto que quería ver las fotos, pero además también tenía mucha fe en su capacidad para salir con bien en un encuentro cara a cara. La esbeltez de su cuerpo y la picardía de su sonrisa eran virtudes que no le pasaban desapercibidas a ningún hombre, ella era consciente de ese poder, del peso que tenía en cualquier negociación. Pasó cerca de un minuto sin que nadie respondiera y volvió a pulsar el botón. Esta vez sonó una voz ronca:
—¿Quién es?
—Silvia Setien, le dije que vendría.
No escuchó palabra, pero enseguida oyó el ruido de la cerradura al abrirse. Alberto Sagasta la recibió en pijama. Era bastante alto y a pesar de sus años tenía un cuerpo atlético. Ella lo miró de arriba a abajo aprobatoriamente.
—Pasa, por favor —dijo Alberto, esbozando una vaga sonrisa—, así que te has decidido a venir, lástima que sea en balde.
Silvia notó el súbito tránsito hacia el tuteo y no le desagradó prescindir de formalismos. Tuvo la impresión de que le gustaba aquel hombre; su mirada inteligente, su barba canosa... tenía un aspecto interesante. Se le ocurrió la idea de que quizás perteneciera a una clase nueva de tío a la que no podía dominar, y eso la preocupó un poco. Él parecía tranquilo, al decir verdad casi recién salido de la cama. La hizo pasar a un salón grande, elegantemente amueblado, y la miró directamente a los ojos al hablarle:
—Siento no tener copias, tendrás que ver las fotos en el ordenador —dijo señalando hacia él.
—No importa, será suficiente para hacerme una idea.
Los dos se sentaron frente al equipo y él fue diestramente navegando hacia la carpeta indicada. Al instante empezaron a desfilar las imágenes por el monitor. Silvia se quedó atónita. Ella, muy a su pesar, carecía de un temperamento artístico, pero había hecho varios cursos de fotografía y era capaz de reconocer la obra de un genio cuando la tenía delante. Parecía imposible que se pudieran lograr esas luces, esos tonos en una playa. Alberto jugaba con toda clase de frutas tropicales, mezcladas con el mar y la arena, y esas composiciones magníficas en las que lo imbricaba todo en un conjunto armonioso; el espectáculo duró sólo un momento pero estaba impregnado de una sensibilidad tan exquisita que no pudo evitar emocionarse. Además, las fotos eran endiabladamente adecuadas, exactamente lo que querían los del Ron Maracagua. Cuando cesó el flujo de imágenes ella se quedó como petrificada. Ahora sabía lo que intentaba comprar, y sabía que lo quería más que nunca.
—Es de una belleza... sobrecogedora —acertó a decir—. Le ofrezco dos millones.
—No —fue la seca respuesta de Alberto.
—Dos y medio —insistió ella sin pensárselo—, es lo más a lo que puedo llegar.
—No es una cuestión de dinero —contestó Alberto con gesto impotente—, es cuestión de que tengo el reportaje apalabrado, acepté vendérselo a la revista Nature por una cantidad mucho menor. Créeme que lo siento, ojalá quisieras otra cosa.
Silvia se quedó callada, le encantaban las fotos, y eran su pasaporte hacia consolidarse en la dirección; tenía que conseguirlas a cualquier precio. Alberto estaba muy cerca de ella, todavía en pijama, y aún le quedaba otra moneda con la que podría pagarle. Rara vez había hecho esa clase de cosas, sólo en casos extremos, en casos como aquel. Le echó el brazo por la espalda y lo miró fijamente mientras hacía aflorar la mejor de sus sonrisas.
—¿Y si junto al dinero te propusiera algún pequeño esparcimiento?
El no rehuyó el contacto y sonrió también, aparentemente halagado, aunque con un brillo malicioso.
—¿Qué puedo decirte? No todos los días le hago el amor a chicas tan guapas, pero no quiero engañarte: es más que probable que eso no cambie la situación.
Definitivamente le gustaba aquel hombre, aceptó Silvia. Estaba nerviosa y sentía un hormigueo dulce recorriéndole el cuerpo. Se daba cuenta de que Alberto era peligroso, se le antojaba que su aspecto afable no era más que una fachada, que había cruzado al otro lado de sus sentimientos como si hubiera atravesado un espejo, y que donde él se hallaba las emociones podían coexistir con la más terrible frialdad. Sí, era peligroso, pero eso era precisamente lo que la atraía. Se levantó despacio e hizo resbalar los tirantes de su vestido, luego, lentamente, tiró de él hacia abajo, hasta que quedó enrollado a sus pies. El rostro de Alberto se iluminó con una alegría que a ella le resultaba familiar.
—Créeme —le advirtió—, yo vivo a través de la cámara; en ti veo luces, volúmenes y colores; esto no te va a salir bien.
Pero ella ya había ido demasiado lejos como para retroceder. Se quedó ante él, con una sonrisa desafiante dibujada en los labios. Estaba preciosa, con su sujetador negro transparente, y las mínimas braguitas que dejaban entrever el vello púbico. Alberto se levantó sin prisas, disfrutando pausadamente de cada momento y la atrajo hacia sí. Ella gimió de placer nada más sentir las manos en su espalda, como sus dedos experimentados jugaban con el cierre del sujetador y la despojaban de la prenda, que tardaba una gozosa eternidad en caer al suelo.
Sus pezones, rosados y enormes se irguieron desde las primeras caricias, aceptando agradecidos cada roce. En ese momento dejó de existir la señorita Setien, se dejó conducir riéndose y dando tumbos hacia el dormitorio. A partir de ahí ya Silvia sólo pudo sentir a ráfagas sueltas; sintió como Alberto besaba sus pechos, como deslizaba su lengua golosamente desde el esternón hacia su coño, y después ya todo estallaba en luz. Las horas siguientes se le pasaron entre vueltas e incoherencias, sacudida por continuos orgasmos, y con su vida entera achicándose en algún remoto lugar de su mente, mientras las manos de Alberto, su lengua, ocupaban el espacio del universo entero. Finalmente la penetró, y ella se entregó al oleaje, se dejó traer y llevar por un mundo líquido, deslavazado, en el que todo la sumergía hacia dimensiones de sí misma que nunca antes conociera, nunca antes había gozado tanto con un hombre. Por primera vez en su vida, agotada y sudorosa, agradeció que su compañero eyaculara y se quedó dormida, exhausta entre sus brazos.
Debió pasar un buen rato antes de que se despertara con el sonido de la ducha. Sentía una extraña sensación de plenitud, y tenía el cuerpo flojo y satisfecho, como si fuera una muñeca de felpa. En unos minutos salió Alberto del baño, todavía a medio secar, y empezó a vestirse.
—Tengo que salir —le susurró afablemente, en cuanto se dio cuenta de que estaba despierta—, debo ir a un almuerzo de trabajo. Espérame si quieres.
Silvia salió de su modorra y regresó a la realidad, volvió a recordar por qué estaba allí, e hizo la fatídica pregunta:
—¿Y qué hay de las fotos?
Alberto se tensó, tenía ya puestos los pantalones y los zapatos, y rehuyó mirarla.
—Te advertí de que esto no cambiaría nada; ha sido estupendo, pero sigo teniendo el reportaje comprometido y yo sólo tengo una palabra, cuando la doy, la doy y ya no hay marcha atrás. Debo ser un tipo raro —añadió encogiéndose de hombros.
Silvia se sintió desconcertada, al tiempo que la furia iba naciendo en su interior: era la primera vez que un hombre le negaba algo después de haber llegado tan lejos.
—Me había hecho la ilusión de que cambiarías de idea —dijo, haciendo un último esfuerzo por no enfadarse y mantener la calma.
—Pues no, y mucho que me gustaría porque el dinero me hace falta, pero sencillamente no puedo.
Ya había acabado de vestirse y estaba yéndose, nada más le dijo desde la puerta:
—Pues eso, si quieres me esperas —y se marchó.
Ella se quedó enfurruñada en la cama, rabiosa, y con la mente embebida en un despechado monólogo: ¿Ah, con que eres un tipo noble eh, de los que cumplen lo que prometen? ¿Con que estás de vuelta del amor, del sexo, y haces siempre lo correcto? Pues yo no soy así, soy una joven de ahora, tramposa, y que además necesita desesperadamente lo que tú le niegas. Así que te vas enterar, cerdo, te vas a quedar sin mí, sin dinero, y sin reportaje; así aprenderás a seducir jovencitas con tu sonrisa autosuficiente y tu moral tan estricta. Así aprenderás. Apenas se dio cuenta, pero había dicho todo aquello en voz alta.
De su cuerpo desapareció todo rastro de flojedad, y se levantó de la cama como si le quemara el contacto de las sábanas; fue al salón y se vistió en menos tiempo del que había tardado él en hacerlo. Después agarró su bolso y sacó del interior varios disquetes. Ese era el último recurso, el plan B que ella siempre tenía preparado, aunque no, era otro, el plan B había sido hacerle el amor a ese viejo. Aunque... ¡Qué bien follaba el maldito!
Había anotado mentalmente todos los pasos que dio Alberto y no encontró ninguna dificultad en hallar los archivos, en un momento tuvo todas las fotos guardadas en los discos; le asaltó el deseo de borrar del ordenador los originales, pero no lo hizo, era mejor que él no se diera cuenta de lo que había hecho. Un par de horas más tarde estaba otra vez en el Ave, camino de Madrid, y sujetando el bolso entre sus manos con una sonrisa autocomplaciente.
✍PLANES PLACENTEROS
Jorge entró en la cafetería "El Museo", muy cerca de la estación de Atocha. Miró en su derredor, y no vio a Alberto por parte alguna. Tomó una mesa casi en el centro del local, para estar visible, y se dispuso a esperar.
Las cosas estaban saliendo de una manera muy extraña durante los últimos días. Silvia había cosechado en Sevilla el sonoro fracaso que él ya se esperaba, pero lejos de amilanarse le había echado valor y se había largado a Cuba, según decía a hacer las fotos ella misma. Ilusa ¡A hacer las fotos! No se había reído en su cara por no enfrentarse con ella. Estaba muy pagada de sí misma, y había puesto de inútil a todo el mundo antes de irse.
Después, lo había llamado Alberto y le había hecho toda clase de preguntas, pero no había querido soltar prenda sobre la entrevista con Silvia. Además, lo había citado allí, porque necesitaba hablar con él e iba a acercarse por Madrid. ¿Qué querría decirle? Se sentía tenso, impaciente, porque ya pasaban cinco minutos de la hora prevista y seguía sin vérsele por ninguna parte. Encendió un cigarrillo y se pidió un café para entretener la espera.
Alberto apareció un cuarto de hora más tarde, trayendo bajo el brazo unas cuantas revistas pornográficas. Los dos amigos se abrazaron calurosamente.
—Perdona hombre, me he entretenido en el Kiosco.
—Estás muy viejo para seguir siendo tan guarro —le respondió Jorge con una sonrisa cómplice.
—Nada, nada ¿De dónde te crees que saco la inspiración para hacer unas fotos tan buenas?
Llevaban bastante tiempo sin verse, y los dos hablaron un poco de vaguedades, pero Alberto sabía exactamente a qué había venido y entró directamente en materia:
—Pues sí, la niña apareció por mi piso, talonario en ristre y dispuesta a comprar lo que fuera. Cuando me negué, ella usó su hermoso cuerpecito para mejorar la oferta.
Jorge emitió un gruñido alegre, y la boca se le quedó abierta por la sorpresa.
—Espera, espera ¿Me estás diciendo que te follaste a Silvia Setien?
—Exactamente eso te estoy diciendo, hombre —replicó Alberto, riéndose—, pero no te asombres tanto, no es nada del otro jueves, una de tantas que lo basan todo en estar buenísimas; mucho culito y poco arte.
—¿Y a pesar de eso no le diste las fotos? —preguntó Jorge con incredulidad.
—Pues no, no se las di. Me tomó por uno de esos muchachitos a los que seduce, me desafió, y yo tengo muchos tiros dados. Pero eso no es lo mejor, lo mejor es que tiene el reportaje, lo copió del ordenador sin mi permiso y se lo llevó.
—¿Pero cómo va a ser bueno eso, hombre? —interrumpió Jorge, que iba de sorpresa en sorpresa— ¿Estás loco? Te ha quitado las fotos y volverá de Cuba diciendo las ha hecho ella, y se apuntará un tanto gracias a tu imprevisión.
—De eso nada, las fotos están registradas. Cuando vuelva de Cuba tú harás como que no las conoces, y dejarás que las cosas sigan su curso. Cuando la campaña esté en marcha y los carteles colocados ya tomaremos cartas en el asunto.
A Jorge le encajó todo en la cabeza de pronto. Mientras no hubiera difusión no habría plagio; cuando hubiera carteles del Ron Maracagua por todas partes Alberto la demandaría, y el padre la apartaría de la dirección.
—Eres un demonio, y me felicito de que estés de mi lado, debe ser jodido enfrentarse contigo. La denunciarás en plena campaña y se acabarán los despidos y los malos modos de la niña.
—No la denunciaré, al menos no inmediatamente. Lo que me propongo es mucho más divertido, y más malvado: me propongo dirigir a la directora. Hay algo que no te he contado y es que, gracias a ti, tuve tiempo para preparar las cosas; coloqué varias cámaras de vídeo ocultas y distribuidas por la casa; tengo grabado el polvo que le eché y hasta el momento en que sacó las fotos del ordenador.
Jorge se quedó callado. La mente de Alberto había ido mucho más lejos de lo que él hubiera podido imaginarse; la amenazarían con denunciarla y con enseñar el vídeo, iba a pagar por cada una de las faenas que había hecho.
—Eso, la chantajearemos, y la obligaremos a hacer lo que nos dé la gana —dijo con un brillo malvado en la mirada, como si ya estuviera maquinando venganzas.
—Despacio, despacio —le pidió Alberto con una sonrisa—. No nos olvidemos de que nuestro poder sobre ella radica en su padre, y en el temor que siente de que la aparte de la empresa. Al fin y al cabo el chantaje es un delito mucho más grave que el plagio. No debemos enseñar todas nuestras cartas hasta que estemos seguros de haberla metido en la trampa.
Jorge, naturalmente estuvo de acuerdo. Aquello era importantísimo para él y veía con buenos ojos que extremaran las precauciones. Al fin y al cabo estaban corriendo riesgos muy serios, los dos podían acabar la aventura en la cárcel. Debatieron durante unos minutos estos aspectos hasta que unas preguntas de Alberto lo sumieron en un mar de dudas:
—¿Hasta dónde quieres llegar? ¿Estás seguro de que no te va a dar lástima? Si se trata de un mero ajuste de cuentas y un par de polvos de quinceañero esto podría no merecer la pena.
Él se quedó dubitativo. Al cabo de un momento reconoció que no sabía hasta dónde deseaba llegar. Lo más lejos que fuera posible, naturalmente. Pero era un tipo impulsivo e ignoraba el extremo hasta el que sería capaz de humillarla.
—Entonces estamos de acuerdo —respondió Alberto, con un gesto de asentimiento—. Si hacemos bien las cosas, no habrá más límites que nuestra imaginación.
Los dos amigos charlaron aún durante largo rato, quedaban innumerables detalles que decidir.
✍LA DUDA
Silvia cerró tras sí la puerta de su apartamento y respiró hondo. Había concluido otro largo y agotador día de trabajo, teniendo que supervisar cada cosa que se hacía, y con todo el mundo en contra. Jorge había faltado inesperadamente y le había tocado hacer toda su parte, por eso llegaba tan tarde, pasadas las diez de la noche. A pesar de ello estaba contenta, se dejó caer en el sofá y se desperezó largamente.
Las cosas le habían salido extraordinariamente bien, y con una facilidad increíble. Para empezar, Jorge no había reconocido las fotos como ella temía, y más aún, los del Ron Maracagua habían quedado encantados. Hacía un par de días que había empezado la campaña, y el colmo de su alegría fue cuando la llamó su hermana Alicia y la puso con el viejo. Él la felicitó, le dijo lo orgulloso que estaba de ella, y le dedicó un montón de ternuras de padre a hija. Ella no era una persona especialmente sentimental, más bien lo contrario, pero aquello le encantó, significaba que había logrado consolidarse en la dirección.
Se sentía feliz, agotada, pero feliz. Dentro de unos meses habría logrado rodearse de una plantilla más afín a sus intereses, y ya no tendría que trabajar tanto, tendría tiempo para divertirse, alternar con gente importante, y disfrutar un poco de su privilegiada existencia. Justo en ese momento sonó el timbre y se levantó de mala gana para abrir.
Era un motomensajero que la hizo firmar y se fue deprisa, dejando una carta entre sus manos. Desde el primer momento se puso nerviosa, no esperaba nada ni a nadie, y mucho menos una carta. Cuando miró el remitente, el corazón se le subió a la boca, era de Alberto Sagasta. Rasgó el sobre torpemente, y lo que vio la llevó al borde del desmayo: era una fotocopia de un acta del Registro General de la Propiedad Intelectual, en ella se determinaba la propiedad de un reportaje fotográfico a nombre de Alberto Sagasta, y tenía fecha de un par de días antes de que fuera a verlo.
El papel se le cayó de las manos, aquello no podía estar sucediendo. Tomó aliento y lo recogió del suelo, en el dorso había una brevísima nota manuscrita (con letras mayúsculas), escuetamente decía: SI NO ESTÁS EN MI CASA A LAS SIETE DE LA MAÑANA TE DENUNCIO.
—¡Hijo de puta! —dijo en voz quizás demasiado alta. La había atrapado, iba a chantajearla. Por desgracia no era difícil de imaginar lo que quería: naturalmente volver a follarla, pero por descontado esta vez según sus reglas, sometiéndola a sabrá Dios qué caprichos.
Se sentó en el sofá temblando. No iría, decidió repentinamente, no podía pasar por una humillación así. Pero enseguida imaginó que la denunciara, la cara de decepción de su padre diciéndole que tenía que dejar la empresa, y que su hermana Alicia la sustituiría. Y eso no era lo peor, lo peor era ser culpable. Semejante mancha en su reputación la imposibilitaría para ocupar cualquier puesto de importancia durante el resto de sus días. No podía ser, estaba demasiado cansada, tenía que estar soñando; una vida como la suya, tan prometedora, tan llena de ambiciones y esperanzas, no podía truncarse de una manera tan sórdida. Lo mejor era acudir a la policía, contar lo que pasaba, pero el chantaje de Alberto era tan difícil de demostrar, y en cambio su plagio...
No, mejor iría ¿Qué querría de ella el maldito Sagasta? ¿Sólo tirársela? Había otra cosa, ¿sería realmente capaz de ir? Eran las once de la noche, ya no había tren, y ninguno llegaba a Sevilla antes de las siete de la mañana. Si iba tendría que llevarse el coche, y salir en plena madrugada. Dios santo, el corazón pareció parársele, no iba a poder ni pegar ojo, ¿Sería posible que realmente estuviera estudiando la posibilidad de ir?
Volvió a coger el papel, y volvió a releerlo esperando haberse equivocado, haber leído otra cosa, pero no, estaba allí, decía lo que decía. Las siete de la mañana ¿Qué hacer?
Para cualquier persona normal una denuncia de esa clase tendría muy poca importancia, pero para ella... ¿Cómo iba a contratar personal si la gente temía que le robaran sus obras? La directora de una empresa como "Publicidad Setien" debía ser intachable.
Iría, decidió, haciéndose pedazos el alma. Le iba demasiado bien, había trabajado, robado, mentido para mantenerse arriba; no podía consentir que todo se le escapara. Iría, se tragaría el orgullo, y haría lo que Alberto quisiera con tal de que no la denunciara. Se acostó en el sofá tiritando, intentando relajarse y puso el despertador a la una de la madrugada. No le quedaban más que dos horas.
✍ESPERANDO UN SUEÑO
Eran las seis y treinta de la mañana. En un primer momento le había remordido la conciencia ceder a lo que Alberto le proponía. Después de todo, el viejo era tan amigo suyo, pero la tentación había sido demasiado grande. Deseaba a Silvia desde mucho antes de que asumiera la dirección, desde que la vio por primera vez, un lejano primer día en el que recorrió altiva el pasillo, hacia el despacho de su padre. Por supuesto había disimulado siempre, llevando el cuidado hasta el límite de forzarse a desviar la vista cada vez que ella pasaba. Ese era el "pequeño secreto" que sólo Carmen había notado y que tan bien había sabido guardar.
No era amor, naturalmente que no lo era, (no se engañaba a ese respecto) era un deseo furioso, parecido al de un niño que se encapricha con un juguete. Se acostaba por las noches soñando con quitarle lentamente el uniforme escolar de sus diecisiete años, con descubrir aquellas tetas que él adivinaba hermosas, bajo su camisa blanca. Dios santo, todas esas fantasías podían estar a punto de cumplirse con creces. Él había sido siempre feo, solterón, y ahora además estaba en el umbral de ser viejo ¿Qué podía sucederle más tentador que la posibilidad de cumplir sus fantasías?
Había dormido mal, con la voz de Alberto resonándole toda la noche en los oídos: "Verás como sí, hombre, verás como te la follas. Todavía no se lo huele, no sabe en lo que se está metiendo. Aún tendría posibilidad de escaparse si aceptara dejar la empresa y afrontar la denuncia. Pero no lo hará, es demasiado ambiciosa, y en el fondo demasiado cobarde, nunca se ha enfrentado a una verdadera dificultad". Esta, y otras mil barbaridades parecidas le habían mantenido en un duermevela constante, dando vueltas en la cama.
Eran ya las siete menos cuarto. ¿Vendría? ¿Se atrevería a dar el paso de llamar a la Policía? ¿Y qué haría él si es que venía? Alberto le había aconsejado no cargar demasiado las tintas, aún estaba demasiado tierna y podría no resistir. Pero él no sabía si podría aguantarse, ni hasta dónde llegaría; habían sido demasiados años soñando con ella, imaginando situaciones, y pájaro en mano era pájaro en mano... Si se ponía a tiro, creía que le haría lo que le viniera en gana, y ya se vería después qué pasaba, o qué facturas tocaba pagar.
Dios santo, las siete menos cinco. Fue al lavabo a echarse agua en la nuca, tenía una erección enorme.